El virus A H1N1 nos ha trasladado desde el siglo XXI, con su cándida confianza en una ciencia todopoderosa, a la Edad Media, cuando la humanidad se sabía inerme frente al misterio de las enfermedades.
Las epidemias tienen efectos tan contagiosos y dramáticos sobre la mente como sobre el cuerpo. El temor arcaico que producen hace reaccionar a las personas y a las sociedades como chicos asustados. El pensamiento mágico reemplaza a la razón y todos confiamos en el milagro que llegará por vía de los mayores, de los médicos, de los dioses o de las autoridades, que simbolizan lo mismo. Cuando la enfermedad se disemina y la muerte golpea, aparece primero la incredulidad y enseguida el reclamo iracundo a los que creíamos nuestros protectores omnipotentes.
Frente a la calamidad, simplificar y generalizar siempre es tranquilizante: concentra lo malo en un solo objeto para que todo lo restante pase a formar parte del universo de lo bueno. Por eso, las sociedades infantilizadas por el miedo tienen la urgencia de señalar a un culpable. Y el culpable siempre es el que piensa distinto, el diferente, el extranjero o el adversario.
Cuando en agosto de 1918 un nuevo virus de gripe comenzó a diseminarse por los Estados Unidos matando en pocos días a un enorme número de jóvenes sanos, la sociedad norteamericana señaló enseguida a los culpables. Muchas personas dijeron haber visto una nube de humo negro y viscoso cargado de microbios saliendo por la chimenea de un barco de bandera alemana amarrado en el puerto de Boston. Otros vieron emerger de la torreta de un submarino alemán varios hombres con tubos de ensayo en la mano, que amparados en la oscuridad esparcieron el germen en lugares públicos de la ciudad. Pero los periodistas mejor informados hacían recaer la sospecha sobre la firma alemana Bayer. Afirmaban –y la gente lo creía– que el laboratorio había contaminado con el germen las tabletas de aspirina para eliminar a toda la población de los Estados Unidos. Recién en 1997 se pudo identificar al verdadero responsable: un virus A (H1N1), de estructura molecular, composición y comportamiento hasta ahora idéntico al de la pandemia actual.
En 1918 la manipulación genética era un tópico que no aparecía ni en la ficción científica de Julio Verne. Aquel virus fue resultado de la recombinación azarosa de uno aviar, uno porcino y uno humano, accidente biológico que se repite cíclicamente a causa del método tradicional de cría de aves y chanchos que se aplica en muchos lugares del mundo. No hay indicios de que el origen del virus actual sea diferente.
Hipótesis conspirativas de cabotaje que abarrotaron las casillas de entrada del correo electrónico desde el principio de esta epidemia aseguraban primero que el tal virus no existía y que el divulgador de la alarmante noticia era Donald Rumsfeld, accionista principal del laboratorio que elabora el fármaco oseltamivir (Tamiflu), de relativa efectividad si se lo toma al inicio de la infección. Durante las primeras semanas, respetados especialistas argentinos minimizaron la gravedad potencial de la epidemia señalando que el virus no era más mortal que el de la gripe común. Ese dato todavía es incierto pero, en todo caso, una enfermedad capaz de contagiar a un tercio de la humanidad puede llevar a la tumba a varios millones de personas en pocas semanas aunque su mortalidad sea baja. En paralelo con la curva ascendente de casos y muertes confirmados en México, la versión conspirativa cambió por “la creación de un nuevo virus en laboratorio, como fue la del VIH, con el objetivo de devastar a la población mundial”. Un correo reciente da detalles más precisos sobre los diseñadores del virus y sus designios: “Un grupo que opera en los EE.UU. bajo la dirección de los banqueros internacionales que controlan la Reserva Federal, así como la OMS, la ONU y la OTAN” con el objetivo de “exterminar a la población de los Estados Unidos mediante la vacuna contra el mismo virus”. En términos económicos parece una estrategia indigna de personajes tan inteligentes e inclinados al mal: no hace falta ser banquero para saber que si no hay personas se acaban los negocios.
Por cierto que la industria farmacéutica es capaz de poner en riesgo a toda la humanidad en su carrera frenética por la competencia y los beneficios económicos y que los gobiernos de Estados Unidos han recurrido más de una vez a armas biológicas para dirimir cuestiones políticas, pero hasta ahora los virus han demostrado ser más elusivos, inteligentes y malignos que la Big Pharma, los alemanes en 1918 y hasta que los funcionarios del gobierno de Bush.
Pese a la dinámica cíclica que desde hace por lo menos cinco años hacía previsible la pandemia actual, los medios nacionales despliegan hipótesis persecutorias tan disparatadas que si no fuera por el contexto en que se publican deberían merecer la atención de especialistas en psicosis paranoides. Hemos oído decir que el gobierno nacional debería haber hecho algo más para evitar la rápida diseminación del virus y, al mismo tiempo, que exagera la gravedad de la epidemia con fines políticos. Hemos leído que por esos mismos intereses se hace todo lo contrario: que se difunden cifras de casos y de muertes menores a las reales y que la verdadera magnitud de la situación se oculta por alguna razón de conveniencia política. Sin embargo, un mínimo esfuerzo por informarse con objetividad permite saber que las autoridades sanitarias argentinas siguieron desde el principio las directivas de la Organización Mundial de la Salud en cuanto a control, detección de casos y mitigación de la epidemia. La única medida tomada en contra de las indicaciones de la OMS fue la cancelación de los vuelos a México en el intento de retrasar el inicio de la epidemia en el país, lo cual no fue una omisión sino un exceso de cuidado. Los registros estadísticos nacionales surgen de las normas internacionales que contabilizan como positivos sólo los casos confirmados por laboratorio. Por eso no sólo acá sino en todo el mundo las cifras oficiales son inferiores o están retrasadas con respecto a las verdaderas.
Otra regla epidemiológica internacional indica que los hisopados para detectar el virus sólo se hacen de rutina a la primera o dos primeras centenas de enfermos. Después, se reservan para aquellos enfermos que presentan una presunta complicación por el virus. También responde a un consejo de la OMS la venta controlada de antivirales por parte del Estado. Todas estas disposiciones responden a razones indiscutibles y claras de orden médico y en la Argentina se las ha respetado hasta hoy rigurosamente. Sin embargo, con absoluta indiferencia por la verdad, los medios han presentado cada una de esas medidas como maniobras eleccionarias, como hechos delictivos o como torpezas en el mejor de los casos. No es extraño que los políticos y los periodistas, que sobre microbiología lo desconocen todo, aventuren cualquier origen y cualquier desenlace para esta epidemia y traten de capitalizarla para confirmar sus intereses o sus ideas. Tampoco es raro que la gente asustada espere de las autoridades el milagro de aislar al país de la pandemia, de detener el aumento de casos o disminuir la mortalidad del virus. Pero los médicos, una vez aprobada la materia Microbiología, deberíamos conocer la lógica viral, que se caracteriza por eludir casi toda estrategia terapéutica conocida. Y en los momentos en que la sociedad nos necesita con urgencia tenemos la responsabilidad de desactivar nuestros propios dogmas y nuestra propia imaginación para poder razonar con objetividad y calma.
La deuda de las autoridades en materia de salud, alimentación, educación y vivienda, que afecta a muchos millones de argentinos, son responsabilidades históricas bastante graves sin necesidad de sumarles cargos falsos creados por el oportunismo o por el miedo.
Frente a esta amenaza que recién está empezando a mostrar su capacidad destructiva, es más útil volver la mirada al microscopio que buscar un culpable de fantasía. Los médicos tenemos derecho a tener miedo, pero también tenemos la obligación de tratar de entender cuál es el verdadero enemigo que tenemos enfrente.
* Médica clínica.
Fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/127561-40883-2009-07-01.html
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