03-07-09 Por Ezequiel Nieva
En 1989 se vendieron unos 30 millones de litros de plaguicidas en el país; en 2006, 236 millones. En la comunidad científica es conocido el refrán que dice que todo es veneno y que el peligro está en la dosis y no en su mero uso. Algunas experiencias cercanas pueden arrojar algo de luz sobre la cuestión.
El pregonar de las organizaciones ecologistas produjo algunas respuestas. El ministro de Aguas, Servicios Públicos y Medio Ambiente, Antonio Ciancio, declaró que: “difícilmente podamos ir mucho más allá de nuestros esfuerzos si la sociedad entera no nos empieza a acompañar, sobre todo aquellos núcleos de decisión, desde la industria y desde tantos otros lugares donde se contamina”. En paralelo, y financiado con recursos de la Nación y de organismos internacionales, el gobierno provincial lanzó un programa que apunta a insertar en el mercado a los pequeños y medianos productores, en particular los que procesan en pequeñas industrias familiares materia prima originaria de la producción orgánica o convencional. En el lanzamiento se explicó que el programa buscará fomentar cultivos que respeten las normas ambientales, “productos socialmente correctos”.
Se atendería así a la agroindustria familiar, denominada “Fábrica del productor”. Para ello, se ayudará a los pequeños y medianos productores a insertarse en el mercado, de lo que se desprende habrá una mayor generación de ganancias para las familias pertenecientes al medio rural y más empleo.
“Este programa apoya la inclusión social, actúa por medio del beneficio, transformación o procesamiento en pequeñas industrias familiares con materia prima originaria de la producción orgánica o convencional, integra la agroindustria familiar al mercado consumidor, posibilita la obtención de un producto diferenciado y con valor agregado, promociona productos típicos de la región, fortalece la economía local y regional, respeta las normas sanitarias, ambientales y fiscales con productos socialmente correctos”, explica el parte oficial.
Más allá de los públicos posicionamientos respecto de los derechos de exportación a la soja, la movida aparece como una alternativa al modelo agropecuario vigente, cuyas características principales se empezaron a delinear en 1996, cuando de la mano del entonces secretario de Agricultura de la Nación, Felipe Solá, ingresó a la Argentina la soja RR (resistente al Roundup, el plaguicida a base de glifosato más vendido en el país): concentración de la tierra en pocas manos, expansión de la frontera agrícola (con sus consecuencias conocidas: deforestación, sequías, desaparición de especies autóctonas) y un uso cada vez más intensivo de los productos químicos que ayudan a combatir las plagas.
En 1989 se vendieron unos 30 millones de litros de plaguicidas en el país; en 2006, 236 millones. Teniendo en cuenta el crecimiento de la superficie cultivada, en 1989 se aplicaban dos litros por hectárea por año; en 2006, tres litros y medio. En la provincia aún no se conocieron del todo los efectos más nocivos por el simple hecho de que no es tan intensivo el uso del glifosato: se estima que, en promedio, se realizan tres o cuatro aplicaciones anuales. En la comunidad científica es conocido el refrán que dice que todo es veneno y que el peligro está en la dosis y no en su mero uso. Algunas experiencias cercanas pueden arrojar algo de luz sobre la cuestión.
Prohibido envenenar.
En marzo la Justicia ordenó suspender las fumigaciones en San Jorge, departamento San Martín, atendiendo un recurso de amparo interpuesto por un grupo de vecinos, avalado por el Centro de Protección a la Naturaleza (Cepronat). El fallo del juez Tristán Martínez regirá hasta que el Concejo Deliberante y la Municipalidad delimiten con claridad la línea agronómica. El pedido argumenta la ineficiencia de los controles y la decisión de las autoridades comunales de privilegiar la producción antes que la salud de los vecinos.
Desde el ambientalismo calificaron la acción de las 22 familias que motorizaron la movida como “histórica” y hablaron de “la urgente necesidad de terminar definitivamente con las fumigaciones irracionales”; los vecinos refirieron lo que viene sucediendo en los últimos cinco años: cuando se fumiga, deben encerrarse en sus casas y, aún así, por varios días les duele la cabeza, les pica y se les seca la garganta, se les irritan los ojos y se les cubre la piel con ronchas y picazones.
Los afectados viven en el barrio Urquiza, en el noreste de San Jorge: el límite de la zona urbana, un lugar que desde el auge de la soja viene siendo duramente castigado con reiteradas fumigaciones aéreas y terrestres realizadas por los propietarios y arrendatarios de los campos linderos.
En octubre del año pasado, luego de haber sido fumigado un campo ubicado frente a la casa de Viviana Peralta y José Cavigliasso, su hija Ailén, de 2 años, debió ser llevada de urgencia al hospital, donde el médico de guardia le diagnosticó un bronco-espasmo. Seis veces más, en sólo tres días, la niña debió ser llevada al hospital para que le colocaran oxígeno, porque no podía respirar. Su rostro se veía hinchado y con un color morado oscuro; el neumonólogo que la atendió, además de suministrarle numerosos medicamentos, sugirió a los padres que evitaran que la niña volviera a estar en su casa en caso de otra fumigación.
Ailén viene luchando por su salud casi desde que nació: a los cinco días de vida sufrió el mismo cuadro, que se repitió a los ocho meses: se le cerró el pecho y no podía respirar. En el Hospital de Niños de Santa Fe estuvo internada dos días, hasta que sus padres y los médicos comenzaron a notar que las fumigaciones la afectaban. Hoy, Ailén toma corticoides a diario.
Alexis Jesús Cabral, de 16 años, vive enfrente del mismo campo. Unos días después de una fumigación tuvo un aparente cuadro de gripe. Luego se le cerró el pecho de tal forma que tuvieron que llevarlo al médico, quien diagnosticó un bronco-espasmo y también recomendó a la familia abandonar la casa en épocas de fumigación.
Los vecinos y los ambientalistas del Cepronat invocaron en el amparo el artículo 41 de la Constitución Nacional: “Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras”. También el 43: “Toda persona puede interponer acción expedita y rápida de amparo, siempre que no exista otro medio judicial más idóneo, contra todo acto u omisión de autoridades públicas o de particulares, que en forma actual o inminente lesione, restrinja, altere o amenace, con arbitrariedad o ilegalidad manifiesta, derechos y garantías reconocidos por esta Constitución, un tratado o una ley”.
En la acción de amparo los vecinos solicitaron al juez que prohíba terminantemente volver a fumigar los campos ubicados al límite del barrio Urquiza, teniendo en cuenta las condiciones del lugar, las características químicas y los efectos nocivos para el ambiente, las personas y los animales de los productos utilizados (principalmente Roundup). El juez resolvió “por razones de prudencia y sentido común” hacer lugar a la acción de amparo y ordenó la prohibición, efectiva en una distancia no menor a los 800 (fumigaciones terrestres) y 1.500 metros (aéreas).
También en Desvío Arijón, departamento San Jerónimo, hubo acciones, pero en sentido contrario. El 17 de marzo, un grupo de vecinos decidió impedir la fumigación de los campos que se encuentran a 50 metros de sus domicilios. Denunciaron las constantes violaciones a la norma que protege los asentamientos de las zonas rurales e iniciaron una protesta amparados en la Ley de Fitosanitarios, que establece que las fumigaciones terrestres sólo pueden hacerse a una distancia de más de 500 metros de áreas urbanas. Por esa acción fueron denunciados ante la Justicia, bajo la figura de “invasión de propiedad privada”.
Uno de los vecinos, Jeremías Chauque, refirió el caso a Indymedia: “Estaba en mi casa y veo que una fumigadora venía por el campo de al lado. No me pude contener. Ya el año anterior había pasado el avión fumigando y toda la familia quedó afectada, así que ahora, cuando vimos el mosquito, nos fuimos hacia donde estaba para que se detenga. Fue un acto de desesperación. Me molesta que siempre suceda lo mismo: se nos acusa a nosotros que somos violentos pero no es así, uno tiene que llegar a cortar una ruta o a pararse delante de una máquina para que no nos sigan envenenando”.
Jeremías continuó: “Tenemos casos de partos prematuros, nenas que a los seis años ya están menstruando, problemas en al piel en niños y adultos. Hace diez años, cuando vinimos, esto era todo de frutillas, pero sucede que ahora estamos rodeados de soja. A 30 metros de mi casa tengo soja y nuestros hijos ya están teniendo problemas de salud”.
Emergencia.
Los casos de San Jorge y Desvío Arijón, sumados a otros anteriores y nunca resueltos, empujaron al Cepronat a lanzar la campaña ¡Paren de fumigar!; además, exigen que se cumpla la resolución 55 de la Defensoría del Pueblo (del año 2007), en la que se aconsejaba al gobierno santafesino, a la Dirección de Sanidad Vegetal y a la Subsecretaría de Municipios y Comunas delimitar en forma urgente la línea agronómica en todas las localidades provinciales.
Una de las primeras actividades de la campaña fue convocar a organizaciones sociales, instituciones educativas, partidos políticos y grupos culturales al “Primer Plenario Contra los Agrotóxicos”, desarrollado el 9 de mayo en Arroyo Seco. Partieron de un diagnóstico de cuatro puntos: el modelo productivo fue pergeñado por las grandes empresas transnacionales y aceptado por las distintas administraciones de gobierno desde los ‘90, promovido por un sector productivo con intereses económicos y masificado a través de los medios de comunicación hegemónicos; el modelo de desarrollo fomenta el productivismo sin reparar en los costos sanitarios, ambientales y sociales, garantizando mayores ganancias para un reducido sector de la sociedad a través del saqueo de bienes comunes y del deterioro del ambiente, perjudicando la calidad de vida de los pueblos; las fumigaciones constituyen un aspecto fundamental para el sustento del modelo agroindustrial, mediante el cual se está llevando a cabo un proceso de envenenamiento del que son víctimas todos los santafesinos; y el silenciamiento de esa situación responde a los intereses económicos en juego que fomentan la desinformación, el ocultamiento y la tergiversación de las consecuencias del modelo productivo.
A partir de ese diagnóstico, los participantes del plenario emitieron una declaración en la que proponen alentar la participación ciudadana y poner de manifiesto “la necesidad del compromiso de los vecinos para presionar a las autoridades en la toma de sus decisiones políticas”, exigir la reforma del Código Penal en lo referido a delitos ambientales y también la modificación de la Ley 11.273 de Fitosanitarios, en cuanto a la delimitación de la línea agronómica. Además, se acordó reclamar a las autoridades la implementación de un nuevo modelo de producción que no admita la utilización de transgénicos y que promueva las producciones frutihortícolas y agroecológicas para la obtención de alimentos sanos, accesibles y económicos para todos los santafesinos, bajo el marco conceptual de la soberanía alimentaria y el fomento del autoabastecimiento local.
En el plenario también se denunciaron las “falsas expectativas” sobre los biocombustibles, un negocio que en la provincia ya genera jugosos dividendos –para las multinacionales que lo explotan– y que tiende a crecer en virtud del contexto internacional: la Unión Europea ordenó a sus estados miembro que para el año 2020 al menos el 10% del combustible usado en los autos sea reemplazado por biocombustibles. Y se acordó pedir que se declare la emergencia sanitaria-ambiental en todo el territorio provincial.
Mala leche.
Un estudio realizado en el año 2000 por especialistas del Laboratorio de Medio Ambiente del Intec (Instituto de Desarrollo Tecnológico para la Industria Química, dependiente de la UNL y el CONICET) detectó la presencia de plaguicidas organoclorados en la leche materna de un grupo de mujeres del cinturón hortícola de Santa Fe.
El estudio partió de la siguiente inquietud: la leche materna es una de las vías de excreción de tóxicos del organismo, por su gran cantidad de grasa, y a su vez la forma ideal de alimentación infantil, por eso para los investigadores resultaba interesante conocer los niveles de contaminación en la población local. “Una característica importante de los plaguicidas organoclorados es la habilidad para concentrarse a través de la cadena trófica alimentaria, alcanzando mayores concentraciones en los niveles tróficos superiores debido a que son solubles en grasa y tienen una baja solubilidad en agua. De esta forma penetran en vegetales y animales y son incorporados a las fases lipídicas de fluidos y tejidos, incluyendo al hombre”, explicó una de las investigadoras, Argelia Lenardón.
Se analizaron 52 muestras de leche materna recolectadas en hospitales públicos regionales, en busca de determinar la concentración de 12 de los compuestos utilizados en la producción agrícola y frutihortícola. En ninguna de las muestras encontraron todos los compuestos investigados, pero en el 86% de ellas se detectó al menos uno de los plaguicidas analizados.
“Los niveles de contaminación de leche materna y la información de otros autores sugiere una estrecha relación con el uso de agroquímicos, tanto en actividad agrícola, en las granjas y en el hogar como en la ingesta que se produce a través de la cadena alimentaria”, agregó Lenardón. Pese a los resultados, el estudio no se continuó porque resulta demasiado dificultoso el muestreo y el hecho mismo de tomar la muestra: se determina como resultado una intoxicación sin solución inmediata.
“Es un problema que debe ser tratado con mucho cuidado porque puede llegar a ser grave. En otros países donde se han realizado este tipo de estudios se observan problemas para los bebés en el crecimiento, en el desarrollo de distintos órganos y también para la mamá”, continuó Lenardón. “Sucede que el plaguicida no mata de golpe: se concentra en el organismo y puede llegar un momento en que esa concentración sea máxima y traiga problemas. A su vez, la sintomatología de una contaminación con plaguicida parece un simple ataque de hígado: vómitos, calambres, dolor de cabeza. Entonces los médicos tampoco están preparados para determinar cuando una persona está contaminada con un plaguicida”.
Una ley que se cae.
De todos los puntos discutidos en el plenario, los ecologistas ya avanzaron en uno: la discusión por la modificación de la ley 11.273. La semana pasada, vecinos de distintas localidades del interior se reunieron con los miembros de la Comisión de Medio Ambiente de la Cámara de Diputados de la provincia; en el encuentro discutieron las reformas sobre la actual Ley de Fitosanitarios. “La reiteración de las denuncias pone en evidencia la extensión del problema”, justificó el diputado provincial Antonio Riestra. Hubo delegaciones de San Jorge y Desvío Arijón, quienes vienen trabajando en conjunto con el Cepronat, Acción Educativa, Eco San Javier y el Centro de Educación Agrícola de Gálvez en la campaña ¡Paren de fumigar!.
Los vecinos y las organizaciones no gubernamentales entregaron documentos que respaldan las modificaciones a la ley 11.273, propuestas por Riestra. El legislador plantea establecer nuevas restricciones a las distancias permitidas de fumigación y una aplicación más estricta sobre los controles y la clasificación toxicológica de los pesticidas. También reclama una mayor intervención del Estado en el fomento de producciones agrícolas alternativas.
Antes de ese encuentro, los legisladores mantuvieron conversaciones con otros actores involucrados en el tema: profesionales de la agronomía y empresarios dedicados a la aerofumigación. Los vecinos de San Jorge y Desvío Arijón invocaron el principio de precaución consagrado en la Constitución Nacional para solicitar que las modificaciones a la ley se realicen con el objetivo de producir una real mejora en la protección de la salud de las comunidades y del ambiente; los integrantes de la Comisión de Medio Ambiente se comprometieron a incluir, dentro de sus posibilidades, las acotaciones realizadas por las ONG.
Qué dicen las ranas.
Un estudio del investigador de la UNL Rafael Lajmanovich asegura que algunos plaguicidas provocan malformaciones en la fauna y que, además, han causado una importante disminución en la población de sapos y ranas. “Es una apreciación que podemos casi decir que es cierta y que no sólo se observa en nuestro país sino también a nivel mundial”, explicó el especialista en una entrevista con LT10. “El fenómeno de la declinación de anfibios se observa en todo el mundo y es multicausal, pero una de las causas es el uso de agroquímicos”.
Según Lajmanovich, el uso de plaguicidas no sólo ha degradado el hábitat en general sino que ha provocado “problemas en la fauna silvestre, entre ellos, distintos tipos de malformaciones en animales”. El investigador trabaja desde 2003 en estudios sobre el impacto del glifosato, viendo en detalle los problemas generados en el sistema esquelético de anfibios.
“Se supone que cuando se estudian animales considerados como indicadores ambientales, uno de los objetivos es alertar sobre lo que podría suceder eventualmente en poblaciones humanas. Pero yo no opino sobre la salud humana. Extrapolar resultados es aventurado. Sólo me remito a decir que existen leyes que reglamentan la distancia desde donde se debe aplicar el agroquímico”, agregó.
Los anfibios son buenos indicadores ambientales, entre otros motivos, porque su piel es permeable: respiran por ella. El diagnóstico del investigador de la UNL es claro: están en riesgo ecológico. ¿Por qué? Principalmente por la expansión de la frontera agrícola, que derivó en deforestaciones excesivas, trastocó el hábitat natural de buena parte de la región y contribuyó a acentuar el cambio climático. A principios del siglo XX había, se estima, unas 105 millones de hectáreas forestales; hoy quedan 33 millones.
El fenómeno está directamente relacionado con la sojización del país. Desde la explosión del monocultivo transgénico, cada estudio ambiental comprueba que el uso de agroquímicos excede considerablemente los límites fijados. Para el caso, los trabajos de Lajmanovich y su equipo de colaboradores pueden servir de muestra: estudiando siempre los anfibios, encontraron restos de endosulfán –un pesticida que está catalogado como “muy tóxico” en comparación con el popular y “ligeramente tóxico” herbicida glifosato– aún en parques protegidos como el General San Martín (Entre Ríos).
Lo mismo ocurrió en los estudios que realizaron en Monte Vera, Ángel Gallardo y San Javier: residuos de endosulfán en cantidades hasta tres veces superiores a lo permitido por ley. Los dos pesticidas intoxican el agua, según han probado los numerosos estudios que desmienten el discurso de las empresas que los producen –que los catalogan como biodegradables– y además afectan en forma directa a la fauna.
Lajmanovich se ha especializado en las malformaciones detectadas en anfibios: ranas con un quinto miembro, sapos a los que les faltan pedazos de piel y un extenso catálogo de hallazgos. Propios de Chernobyl.
Para evitar más daños en el largo plazo.
El municipio santafesino formalizó su compromiso para el uso seguro de plaguicidas al firmar, la semana pasada, un convenio de colaboración con la Facultad de Ingeniería Química de la UNL. “Siempre hemos señalado que Santa Fe tiene en el mundo académico y científico una de las herramientas más valiosas para la transformación de la propia ciudad, para encontrar posibilidades de desarrollo sustentable”, dijo el intendente Mario Barletta. El objeto del convenio es la coordinación de acciones preventivas para el manejo de los plaguicidas en la producción agroalimentaria regional y tendrá como destinatarios a los productores frutihortícolas, las empresas de fumigación y las entidades vinculadas con la aplicación de agroquímicos. La inquietud de las autoridades locales surge de la certeza acerca del uso de pesticidas en la producción de alimentos. “Plantea un grave problema de salud pública, debido a las consecuencias que, en el largo plazo, derivarán de la ingesta de dosis moderadas de residuos”, argumentaron. En la producción de frutas y verduras es frecuente el uso de plaguicidas para controlar los insectos y las malas hierbas. Por eso la Municipalidad anunció un impulso para las políticas que buscan impedir residuos nocivos. “Tenemos una oportunidad única para la reconversión de nuestro cordón frutihortícola en todos los aspectos: social, económico y ambiental”, aseguró el intendente.
Segunda parte
Endosulfán al plato: la dieta del siglo XXI
Historias del mundo agrotóxico: las palabras de un funcionario, el acoso a un científico, “dicamba”, el próximo veneno top, un cóctel de plaguicidas en la leche materna y el sueño ramplón de volver a ser el granero mundial.
Desde el exterior, los especialistas coinciden en señalar que la legislación argentina en materia de agroquímicos es, como mínimo, anticuada. La Red de Acción en Plaguicidas y sus alternativas para América Latina (Rapal) sostuvo que las leyes que regulan el registro, la comercialización y la aplicación de plaguicidas son “incompletas, permisivas y obsoletas”. Es que los productos se venden en ferreterías, forrajerías, semillerías, casas de artículos de limpieza y hasta en supermercados.
“Es necesario redactar leyes efectivas, adaptadas a la realidad. Se requiere sensibilidad, atención y valentía para prohibir los productos más tóxicos, restringir el uso de los de menos impacto y controlar todas las etapas, desde la fabricación pasando por la comercialización, el uso, hasta el desecho de envases de estos tóxicos”, se puede leer en un comunicado de Rapal.
El glifosato es el más usado de los herbicidas. Fue desarrollado en los 60 –la misma época en que la soja hizo su ingreso en el país– y sirve para matar malezas.
Absorbido por las hojas de los cultivos, ejerce su acción a través de la inhibición de varias enzimas. Generalmente, el glifosato se usa acompañado de otras sustancias químicas para aumentar su eficacia: las denominadas coadyuvantes, que ayudan a evitar que se esparza el producto durante su aplicación y a que se fije en las hojas. En casi la totalidad de los casos, no se especifican en las etiquetas –llamadas marbetes– el total de los compuestos, porque las empresas que lo producen se amparan en el secreto industrial. El glifosato –principio activo del herbicida Roundup– y los demás agroquímicos deben aplicarse bajo medidas de seguridad: trajes apropiados, guantes, máscaras de gas y anteojos. Algo que en la realidad suele no ocurrir.
Desde el ingreso de la soja RR en el país, el modelo de producción agrícola cambió radicalmente. “El mundo exige alimentos”, es la repetida bravata de los apóstoles del monocultivo y la siembra directa, que suelen omitir que lo que los mercados internacionales exigen es forraje para alimentar chanchos y materias primas para elaborar biocombustibles. Atendiendo tanto ese contexto como la desenfrenada suba del precio de la soja, que a principios de 2008 alcanzó su pináculo, puede entenderse el boom del cultivo calificado de “yuyo” por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner: en la actualidad cubre 16.900.000 hectáreas, más de la mitad de la superficie cultivada en el país.
A la Corte.
En abril, la Asociación Argentina de Abogados Ambientalistas presentó una acción de amparo ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación para que se suspenda la aplicación y la comercialización del glifosato. Los abogados utilizaron como argumento un informe del Laboratorio de Embriología Molecular del Conicet, que confirmó que el herbicida no es inocuo y que produce malformaciones celulares. Exigieron que “como medida cautelar innovativa se ordene la suspensión de la comercialización, venta y aplicación del endosulfan” y pidieron que el Ministerio de Salud de la Nación investigue “los daños causados por el glifosato”. Y demandaron al Poder Ejecutivo Nacional y a las provincias de Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos. A Monsanto, principal proveedor de herbicidas en base a glifosato, se la citó como “tercera interesada”: monopoliza la venta del químico.
Unos días antes, el 27 de marzo, el secretario de Medio Ambiente de la provincia, César Mackler, había dicho que no hay “estudios serios” que demuestren que el glifosato afecte la salud humana. “El modelo que asocia soja y glifosato levantó al país”, señaló entonces. Y deslizó la posibilidad de reducir la distancia mínima exigida por la Ley de Fitosanitarios entre áreas fumigadas y población, que es de medio kilómetro para las fumigaciones terrestres y de tres kilómetros para las aéreas. Para el funcionario, ese margen podría reducirse a 150 metros para las terrestres y a 300 para las aéreas.
De inmediato, las organizaciones ambientalistas salieron a cruzar a Mackler. El Cepronat pidió la renuncia “urgente e indeclinable” del funcionario. “Santa Fe ha sufrido un severo impacto ambiental, sanitario, económico y poblacional como consecuencia del cambio del modelo productivo que se iniciara a mediados de los 90. A las conocidas evidencias de la desaparición de los cinturones hortícolas de Santa Fe y Rosario, de la disminución del número de tambos en la cuenca lechera y al incremento de producción de carne vacuna de menor calidad en feedlots, debemos añadirle las fumigaciones que sufren las comunidades de todo el territorio provincial”, señalaron desde la ONG.
Mackler descartó la posibilidad de encarar estudios epidemiológicos masivos, basándose en que no hay evidencia que demuestre la toxicidad crónica de los químicos usados en territorio santafesino. “Basta, señor secretario: no mienta más”, fue la respuesta de Cepronat. “Usted se comprometió a trabajar el tema y, evidentemente, lo ha hecho, pero en sentido contrario al sentir de las comunidades y de las organizaciones socioambientales. Por lo visto, usted no accede a la información pública que pone a nuestra provincia entre las primeras en pobreza e indigencia, por encima de la media nacional. Por lo tanto, este modelo que supuestamente levantó al país sólo sirvió para llenar los bolsillos de unos pocos mientras que otros muchos santafesinos lo financian con enfermedades o con sus vidas”.
La ONG también criticó la negativa de Mackler a realizar los estudios epidemiológicos, argumentado que hay sobrados casos de la toxicidad del glifosato que justificarían esa tarea: en Las Petacas, San Eduardo, Desvío Arijón, Monte Vera, Ángel Gallardo, Chabás, Gálvez, San Guillermo, Avellaneda, Videla, Malabrigo, Sauce Viejo, Arocena, Rufino, Pueblo Esther y General Lagos, entre otras localidades. “¿Cuántos niños deformados deben nacer para poder entrar en las estadísticas? ¿Cuántos casos de esterilidad masculina deben suceder? ¿Cuántos abortos prematuros son necesarios? ¿Cuántos ingresos a hospitales públicos por enfermedades respiratorias luego de una fumigación deben ser registrados para constatar que se trata de una verdadera epidemia?”, le preguntaron al responsable de la Secretaría de Medio Ambiente en un comunicado a los medios.
La distancia entre poblados y campos fumigados fue el eje de ese debate; Mackler había dicho: “La ley no fija límites, los deja en manos de intendentes y presidentes comunales. Por eso vamos a intentar cambiar la ley”. Cuando le preguntaron qué podía hacer un vecino cuyo hogar estuviera dentro del radio de fumigación, el funcionario respondió: “Lo primero es la denuncia en su localidad, que nos deriva el problema. Entonces acudimos a controlar para establecer si ese municipio tiene una demarcación clara de la zona de exclusión de fumigación. Si no, lo que le queda a cualquier ciudadano es acudir a la justicia”.
La declaración que enardeció a los ecologistas fue la siguiente: “No hay estudios que demuestren efectos negativos en el corto plazo del glifosato, en las dosis que deberían manejarse. Pero todas estas cuestiones deben tratarse con mucho cuidado, porque puede tener efectos negativos a largo plazo aunque sea en dosis bajas”. No sólo los ambientalistas le respondieron: el ministro de Salud de la provincia, Miguel Ángel Cappiello, desautorizó la sugerencia de Mackler de reducir las zonas de exclusión. “Los agroquímicos afectan a la salud de la gente con lo cual más que reducir las distancias para las fumigaciones hay que ampliarlas”, dijo Cappiello. “Hoy se fumiga usando aviones y sobre el ejido urbano de algunas localidades. Y donde los aviones no tienen GPS, se usan banderilleros humanos que indican los caminos. Toda esta situación tiene alguna acción sobre la salud”.
Cáncer.
Pocos días después de esta polémica se conoció el trabajo del Laboratorio de Embriología Molecular del Conicet, que disparó la presentación de los abogados ambientalistas. Ese estudio comprobó que con dosis hasta 1.500 veces inferiores a las utilizadas en las fumigaciones sojeras se producen trastornos intestinales y cardíacos, malformaciones y alteraciones neuronales. La investigación –la más seria conocida hasta ahora en el país– se extendió durante 15 meses, plazo en el que se analizó el efecto del glifosato en embriones anfibios.
Andrés Carrasco, profesor de Embriología e investigador principal del Conicet, fue claro: “Se utilizaron embriones anfibios, un modelo tradicional de estudio, y los resultados son totalmente comparables con lo que sucedería con el desarrollo del embrión humano”. En humanos, los síntomas de envenenamiento con glifosato incluyen irritaciones en piel y ojos, náuseas y mareos, edema pulmonar, descenso de la presión sanguínea, reacciones alérgicas, dolor abdominal, pérdida masiva de líquido gastrointestinal, vómito, pérdida de conciencia, destrucción de glóbulos rojos, electrocardiogramas anormales y daños renales.
A ese popurrí cabe agregar otro dato: un estudio publicado en el Journal of American Cáncer Society por oncólogos suecos reveló una clara relación entre el glifosato y el linfoma de Hodgkin (LNH), una forma de cáncer. Además, los abogados que presentaron el amparo ante la Corte Suprema citaron una investigación realizada por el Ministerio de Salud de Nación en Bigand, una localidad de 5.000 habitantes ubicada en el sur santafesino, cuyo objetivo fue determinar factores de vulnerabilidad en poblaciones expuestas a los plaguicidas. En las conclusiones se lee: “Más de la mitad de los encuestados y el 100% de los fumigadores refieren que ellos o conocidos estuvieron intoxicados alguna vez. El 90% señala que no existen personas resistentes a las intoxicaciones”. En el trabajo aparecen mencionados más de 40 agroquímicos; predomina el glifosato.
También se incorporó en la presentación un estudio del Dr. Alejandro Oliva, a cargo del Programa de Medio Ambiente y Salud Reproductiva que depende del Instituto Universitario Italiano de Rosario, sobre pacientes que consultaron por esterilidad en Rosario, Santa Fe y Villa Libertador General San Martín (Entre Ríos). Ahí se demuestra que los agroquímicos están produciendo alteraciones en la calidad del semen de los productores expuestos a esas sustancias. Una investigación del Hospital Materno Infantil Ramón Sardá, de Buenos Aires, presentada en el 33° Congreso Argentino de Pediatría (2003) detectó que el 90,5% de las madres que alimentaban a sus bebés a pecho tenían plaguicidas organoclorados, como DDT, Mirex y endosulfán. “Es muy duro, pero es necesario decir a los productores sojeros que el endosulfán que alegremente derraman sobre la soja está alimentando a sus hijos y nietos a través de las tetas de sus mujeres”.
Mercado y ciencia.
El estudio de Carrasco fue rápidamente atacado. Clarín y La Nación deslizaron con elegancia sus dudas respecto de la validez científica; a esa reacción siguió una de solidaridad. Firmada por los integrantes de la Red de Investigadores, Intelectuales, Técnicos y Artistas, circuló una solicitada donde se denuncia la “intromisión mercantilista y pragmática del poder económico sobre la autonomía del sistema científico-universitario”.
Además de la campaña mediática de desprestigio, Carrasco fue amenazado. “Creen que pueden ensuciar fácilmente treinta años de carrera”, respondió a Página/12. “Hay pruebas científicas y, sobre todo, hay centenares de pueblos que son la prueba viva de la emergencia sanitaria”. Preguntado por los colegas que contribuyeron en el desprestigio, Carrasco dijo que “no en todo el mundo hay tan enorme cantidad de hectáreas con soja como en la Argentina. Desde el punto de vista ecotoxicológico, lo que sucede aquí es casi un experimento masivo”.
Un debate, aquí y ahora.
La semana pasada, en una jornada llamada Agroquímicos: su impacto en la sociedad y el ambiente, la ingeniera agrónoma Cristina Arregui opinó que el debate por el uso de plaguicidas actualiza las viejas antinomias entre ciencia básica y tecnología aplicada, confrontación que a la vez se puede traducir en una suerte de enfrentamiento entre el sector urbano y el rural.
En esa charla, Arregui difundió algunas estadísticas que ayudan a entender el fenómeno. Por caso: el 72% de los tratamientos vinculados a problemas derivados del uso de agroquímicos corresponden a productos catalogados por el Senasa como clase III y IV: los menos tóxicos. Y apenas el 1% están relacionados con plaguicidas clase I: los más peligrosos. En el cordón hortícola de Santa Fe, donde desde hace casi una década se tienen certezas acerca de los efectos negativos de los agroquímicos en la leche materna, se estima que sin su aplicación se perdería un 30% de la rentabilidad.
"Los plaguicidas son componentes tecnológicos riesgosos e imprescindibles”, opinó Arregui. La ingeniera consideró importante que los productores acudan a profesionales antes de decidir aplicaciones masivas. También se manifestó a favor de mayores controles del Estado –acaso el único aspecto en que coinciden quienes defienden y quienes demonizan los agroquímicos– y aseguró que, en comparación con los que se comercializaban 10 o 15 años atrás, los plaguicidas ahora son mucho menos tóxicos.
En la misma jornada, la investigadora del Intec Argelia Lenardón puso sobre el tapete la cuestión de la información que las empresas productoras de plaguicidas ocultan. Adelantó que un grupo de abogados ambientalistas se aprestan a iniciar acciones para que la Justicia exija que en los marbetes de los productos se explique con claridad, y de forma completa, cuáles son los compuestos incluidos y cuáles los posibles peligros derivados de su uso. El motivo de fondo: los innumerables casos de intoxicaciones registrados por el uso doméstico de productos peligrosos. (Sólo en los Estados Unidos, el costo del mal uso de productos químicos –envenenamientos, pérdida de ganado, granos y árboles, gastos en el sistema de salud– fue estipulado en 539 millones de dólares durante 2007).
“Considero que nadie se envenena porque quiere, a no ser un suicida”, opinó Lenardón. “Creo que los plaguicidas, bien usados y bien controlados por quien corresponde, son de mucha utilidad. Las leyes para su control desde la cuna a la tumba, es decir fabricación, traslado, almacenamiento, rotulado, expendio y desechos de recipientes, están hechas y son muy buenas, pero no existen entidades reconocidas para el control, a pesar de que el Estado debería ocuparse de su cumplimiento”.
El crecimiento de la producción de soja es un fenómeno que derivó en el aumento –a nivel global– de la producción de carne y pollo. Sin embargo, los alimentos son cada vez más caros. El crecimiento de la población mundial ha disparado un doble fenómeno que en los países exportadores de materia prima ya conocemos de memoria: mayor superficie cultivada y mayor uso de productos químicos para mejorar el rendimiento de esos cultivos. Uno de esos productos, el endosulfán, dejará de comercializarse en junio de 2011. Recién entonces, dentro de dos años, su venta y su aplicación estarán prohibidas por la fuerza de la ley.
Santa Fe, entre Monsanto y Vietnam.
Mientras en nuestra región –y en casi toda Latinoamérica– se utiliza glifosato como principal herbicida, las empresas productoras ensayan su sustituto. En los Estados Unidos, Basf y Monsanto trabajan en el desarrollo de un nuevo herbicida a base de dicamba: un compuesto que fue registrado en 1967 y que sirvió, junto con el agente naranja, como arma química en la guerra de Vietnam. “Cuando la soja resistente al dicamba salga al mercado, Monsanto retirará toda la soja RR, que pasará a ser obsoleta ante el avance de las malezas resistentes al glifosato, dejando sólo la nueva soja”, se puede leer en un artículo publicado en la revista científica Science en mayo de 2007. El avance hacia el nuevo agroquímico está basado en un descubrimiento de investigadores de la Universidad de Nebraska: un gen que permite obtener plantas tolerantes. Monsanto había suscripto un acuerdo con esa universidad para el desarrollo de esos cultivos. El herbicida dicamba es utilizado en los Estados Unidos en espárragos, cebada, sorgo, soja, caña de azúcar y trigo. También para conservar campos de golf y céspedes residenciales. Su renacimiento está relacionado con una dificultad que ya se presenta en las regiones sojeras de los Estados Unidos –también en Brasil y en nuestro país–: las malezas resistentes al glifosato.
Syngenta, uno de los mayores productores mundiales de dicamba –Basf es el principal–, cerró una alianza con Monsanto para desarrollar los cultivos. Monsanto espera poder lanzar al mercado nuevos cultivos tolerantes al dicamba a partir de la próxima década (el diario El Tiempo, de Colombia, estima que será en 2013) como respuesta a los inconvenientes de las nuevas plagas; investigadores del Inta ya llevan detectadas 29 especies que toleran el glifosato. La toxicidad de los productos a base de dicamba fue probada en nuestra región. En septiembre de 1993 fueron atendidos en el Heca de Rosario dos jóvenes residentes en área rural de Zavalla, sur santafesino, y un tercer paciente, hermano de uno de los anteriores: tuvieron una exposición dérmica importante al dicamba al atravesar un campo de trigo fumigado. En los primeros casos se detectó un cuadro de calambres musculares abdominales. El tercer paciente –de 16 años– tuvo náuseas, vómitos y agitaciones. Evolucionó al principio, pero luego murió en la guardia del hospital, en forma súbita. www.ecoportal.net
Publicado por Ecos de Romang http://ecos-deromang.blogspot.com/
FUENTE: http://www.ecoportal.net/content/view/full/87105
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